Nuestro país se encuentra, una vez más, atravesando una difícil encrucijada: un estancamiento que lleva ya más de una década -que es, en realidad, una fuerte caída del ingreso por habitante – y un cuadro de crecientes desequilibrios macroeconómicos y descontrol inflacionario, con registros que ya se ubican en los dos dígitos mensuales. La inestabilidad y la falta de crecimiento están en la base de la veloz expansión de la pobreza y de la desigualdad que afectan a nuestra sociedad.
Junto con el imperativo de evitar que la crisis se profundice peligrosamente, el principal desafío de la próxima administración será estabilizar la economía como una condición necesaria para recuperar el crecimiento. En el marco de las propuestas de campaña presentadas por los diferentes candidatos a la presidencia ha comenzado a considerarse en la discusión pública la posibilidad de que Argentina cierre su Banco Central y adopte el dólar estadounidense como única moneda de curso legal.
Quienes firmamos este documento -profesores e investigadores de Economía en diversas universidades públicas y privadas del país y del extranjero, economistas del sector privado, especialistas y hacedores de políticas públicas- consideramos que un intento de dolarización formal sería una desacertada iniciativa de política para hacer frente a los complejos desafíos con que debe lidiar la economía argentina. Aunque la promesa de contar con una moneda estable ha generado seguramente la esperanza de amplios sectores de la población castigados por la continua erosión del poder adquisitivo de sus ingresos, la experiencia internacional y la propia situación de nuestra economía indican que la propuesta en cuestión está lejos de ser una panacea y que, por el contrario, podría generar múltiples dificultades para nuestro desempeño inmediato y futuro.
Hay, en primer lugar, obstáculos prácticamente insalvables para su adopción: carecemos de los dólares necesarios para rescatar la base monetaria y ofrecer un respaldo razonable a los depósitos bancarios (que, aun así, quedarían sin un prestamista de última instancia en caso de episodios de stress financiero). Las propuestas existentes para reparar esta escasez de divisas suponen incrementos absurdos de la deuda pública que comprometerían aún más la percepción de insostenibilidad de las finanzas gubernamentales. La única alternativa, entonces, sería dolarizar a un tipo de cambio tan elevado que provocaría una espiralización adicional de la inflación como consecuencia del colapso de la demanda real de dinero que presumiblemente gatillaría el solo anuncio de avanzar en esa dirección. Provocar un estallido (hiper)inflacionario no parece un comienzo muy auspicioso para “estabilizar” la economía.
Además, aun en “régimen” -y luego de pagados estos innecesarios y enormes costos iniciales- el funcionamiento del esquema es enteramente inapropiado para las características de una economía compleja y muy poco correlacionada con el ciclo macroeconómico estadounidense como la argentina. Aunque la credibilidad brindada por el ancla monetaria podría provocar una eventual convergencia en algún momento a los registros inflacionarios de EEUU, el funcionamiento macroeconómico estaría plagado de rigideces y dificultades. Con escasa flexibilidad nominal, inexistente integración con los mercados de factores del emisor de la moneda y ausencia de transferencias fiscales compensatorias, la ocurrencia de shocks externos adversos nos sometería a recurrentes períodos recesivos y de elevado desempleo con vistas a
recuperar competitividad externa, tal como ocurrió en el final del régimen de Convertibilidad y como muestra la evidencia de los países de la región que han dolarizado recientemente. Más lejos en el tiempo, una de las mayores falencias de los esquemas de patrón oro era su rigidez para lidiar con la fase descendente del ciclo provocando una dolorosa contracción deflacionaria, muy lejos del mecanismo de “ajuste automático” predicho por David Hume (1752). No por nada gigantes del pensamiento económico como John Maynard Keynes y Milton Friedman atribuían a la vigencia de esta “reliquia bárbara” la virulencia de la Gran Depresión.
Del lado fiscal, debe sumarse el hecho de que las alquimias monetarias no son sustituto adecuado de un firme compromiso con el equilibrio intertemporal de las cuentas públicas. En efecto, el esquema se basa en la fantasía de que -eliminada la posibilidad del financiamiento monetario- el gobierno estará obligado a equilibrar inmediatamente su presupuesto, algo que también desmienten nuestra propia experiencia pasada y, por ejemplo, el caso de Ecuador que ha experimentado ya un par de episodios de default desde que adoptó el dólar como moneda. Otro tanto ocurre en el caso de El Salvador -una economía pequeña y en principio más asociada al ciclo norteamericano- pero que, sin embargo, exhibe recurrentes problemas fiscales, una deuda con una trayectoria insostenible y que, en un contexto de irresuelta fragilidad, ha reformado recientemente su sistema de pensiones a cambio de financiamiento de corto plazo, comprometiendo su sustentabilidad intertemporal.
Por último, aunque no menos importante, cabe considerar que la dolarización formal de una economía es muy difícilmente reversible por sus elevados costos de salida, aun cuando haya razones macroeconómicas bien fundadas para su abandono en determinado momento. Para sus impulsores se trata de una evidente “ventaja”, pero en realidad -bien mirado, y como lo muestra de manera contundente la historia monetaria en el caso de la «jaula del oro” (Eichengreen (1992)) – el chaleco de fuerza de una dolarización sería, en realidad, una profunda debilidad: “no se dobla pero se rompe”. Aun más que en el caso de la salida de la Convertibilidad, la eventual eliminación del dólar como patrón y unidad de cuenta en favor de la reintroducción del peso implicaría la ruptura de toda la estructura contractual de la economía. Esto acarrearía grandes costos, algo que ningún gobierno democráticamente electo propiciaría, aun cuando ese régimen monetario fuera inconveniente para el funcionamiento macroeconómico. Frente a esa eventual negativa, la proliferación anárquica de cuasimonedas para responder a una crisis de iliquidez se llevaría consigo todo resto de credibilidad del régimen.
Con dificultades prácticamente insalvables para ingresar en las actuales circunstancias (no hay reservas de divisas), sin cláusulas de escape no disruptivas, un desempeño tortuoso “bajo régimen” y sin atacar de manera directa el principal problema que está detrás de nuestra exacerbada inestabilidad macroeconómica (el desequilibrio fiscal), la dolarización de la economía es un espejismo que hay que evitar. Hemos llegado hasta aquí por desatender equilibrios macroeconómicos básicos, despilfarrando alegremente bonanzas de términos de intercambio y condiciones favorables del financiamiento externo. Nada nos distingue esencialmente de otros países de la región que en las últimas décadas han recuperado grados de libertad en el manejo monetario a partir de un creciente compromiso con la disciplina fiscal y el logro de la estabilidad macro/financiera en el marco de una economía crecientemente integrada a los mercados internacionales. No permitamos que, por miopía y desesperación, la difícil situación en que nos encontramos nos lleve a tomar un falso atajo que sólo nos conduzca a una nueva y más dramática,
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